La Lógica Patriarcal del Consentimiento
¿De qué hablamos cuando hablamos de consentimiento? ¿De voluntad? ¿De deseo? ¿De aceptación? ¿De acuerdo entre las partes? En los últimos años este concepto ha sido objeto de múltiples análisis y debates, propiciados principalmente por el tratamiento judicial del caso de La Manada. Este caso, entre otras cuestiones, evidenció que existe un problema jurídico con el concepto «consentimiento sexual»; un problema que se extiende a su propio significado y alcance. Y en este sentido, creo que esta problematización es positiva. Es más, resulta necesaria y cobra todo su sentido cuando se extiende más allá del marco jurídico.
Me gusta pensar que toda palabra o concepto está rodeado de un imaginario que lo moldea, lo conforma y lo sitúa en el plano vivencial; especialmente si se trata de un concepto que está inevitablemente ligado a la realidad social y cultural. Y hay dos aspectos que parecen emerger claramente cuando se abordan los imaginarios que rodean al consentimiento en el marco de la heterosexualidad: que no es entendido de la misma forma por todos los sectores sociales y que sus repercusiones difieren en función de cómo sea interpretado.
¿Pero de qué diversas formas entendemos el consentimiento? Las primeras concepciones de las que podemos partir son la que proporciona la Real Academia Española (RAE), que ofrece tres acepciones del término:
1. Acción y efecto de consentir.
2. En los contratos, conformidad que sobre su contenido expresan las partes.
3. Manifestación de voluntad, expresa o tácita, por la cual un sujeto se vincula jurídicamente.
Esta remisión a la RAE no es baladí, pues como institución ostenta el poder de legitimar el lenguaje, de marcar su significado. Consecuentemente, sus acepciones son a la par reflejo y reconocimiento de los imaginarios sociales predominantes1. Y si observamos estas definiciones y profundizamos un poco en ellas, podemos advertir que el consentimiento se encuentra asociado a dos imaginarios que en apariencia son completamente opuestos: el de permitir algo y el de decidir sobre algo.
En el primero de ellos consentir remite (y sigo refiriéndome a la RAE) a permitir, otorgar, obligarse, acatar, soportar, tolerar, resistir… Llegadas a este punto, podemos empezar a intuir la clase de repercusiones que este imaginario del consentimiento puede generar. Cuando consentir equivale a permitir algo, la parte que «consiente» queda en una posición subalterna: acata o tolera lo que la otra parte quiere. En este imaginario del consentimiento parece complejo que tenga cabida la pregunta de si la parte subalterna quería o no, lo importante es que permite. ¿Sería entonces una decisión libre? Entrar a debatir sobre ello desbordaría el marco de este artículo, pero sí que quisiera dejar constancia de que en el marco sexo-afectivo consentir desde la permisión me resulta profundamente desigual, y entiendo además que abre la puerta a la violencia simbólica: no hay mejor forma de imponer algo, que siendo aceptado por la otra parte sin necesidad de coaccionarla.
Por otro lado, en el segundo de estos imaginarios consentir conlleva que hay una conformidad, o bien una manifestación de voluntad. La conformidad es un término de doble filo: sirve tanto para señalar que hay igualdad y correspondencia, como aprobación y tolerancia hacia algo (volveríamos al primer imaginario). Y por su parte, la voluntad evoca a decidir, a elegir, a admitir o rehusar algo, a la intención, las ganas o el deseo de hacerlo. Así, consentir desde la conformidad y la voluntad parece tener una connotación mucho más positiva, pero esta connotación puede enturbiarse si la consideramos desde otro prisma. ¿Sobre qué decidimos o manifestamos nuestro deseo? ¿Sobre algo que nos viene dado y se nos ofrece, o sobre algo que se construye recíproca y mutuamente?
Hablamos en ambos casos de la necesidad de atender a los significados desde la existencia de estructuras de poder. Es en este terreno donde emergen las relaciones de género y donde las repercusiones de estos imaginarios se revelan. ¿Qué ocurre si, junto a estas concepciones del consentimiento, situamos la autonomía y la libertad sexual de las mujeres? Catharine MacKinnon, una de las autoras que más ha indagado en este interrogante, considera que desde una perspectiva feminista el consentimiento es un concepto intrínsicamente desigual; y ello porque se presenta como el libre ejercicio de la elección sexual, pero obviando que puede no haber condiciones de igualdad de poder en ese marco relacional. Además, señala que en este concepto subyace una determinada representación de la sexualidad femenina:
“El consentimiento como concepto describe una interacción dispareja entre dos partes: una parte activa A que inicia, y una pasiva B que acepta o se rinde a las iniciativas de A” (MacKinnon, 2016:440).
Es decir, se trata de un concepto que está anclado en una consideración de la sexualidad femenina como pasiva, pero receptiva al deseo sexual masculino. Esta connotación parece estar presente, en mayor o menor medida, en los dos imaginarios del consentimiento referidos. Y cabe recordar que esta representación de la sexualidad femenina como pasiva sirve de base para la cultura de la violación, en tanto sitúa a las mujeres como objetos sexuales accesibles o disponibles para el placer masculino.
La idea jurídica actual del consentimiento se acerca peligrosamente a estos imaginarios. Sin entrar a referenciar el Código Penal ni la doctrina del Tribunal Supremo2, el consentimiento se entiende como:
Una manifestación de la voluntad de la persona que proviene de una decisión libre, en tanto esa decisión no responde al uso de violencia o de intimidación; y que implica además ostentar la capacidad para comprender la naturaleza del acto sexual que se realiza.
Es decir, los tribunales parten de la presunción de que hay consentimiento donde hay una interacción sexual que no reviste violencia o intimidación (jurídicamente hablando, que esto es otro punto y aparte). En los supuestos tipificados como abuso sexual esto genera un problema enorme. A falta de uno de estos elementos, es necesario que se acredite la no voluntad recurriendo a las circunstancias contextuales del caso, lo que abre de par en par la puerta a que la conducta de la mujer puede interpretarse desde visiones estereotipadas como una invitación a la relación sexual, como un consentimiento implícito.
Pero además, no basta con esta apariencia de no violencia, sino que es necesario que se manifieste la voluntad. Esto en la práctica jurídica implica que la ausencia de consentimiento tiene que ser conocida por el hombre, o bien entender el tribunal que fue expresada de forma reconocible para él. No negaremos que esto resulta bastante inquietante en el marco de una sociedad patriarcal, donde las creencias de los hombres sobre el consentimiento femenino se construyen sobre la cultura de la violación, que normaliza el uso de violencia o coacción en las interacciones sexuales.
Como es posible observar, esta significación del consentimiento (en los supuestos en los que hay plena capacidad de comprensión) se acerca mucho al imaginario del consentir desde la permisión: puede que la interacción sexual no sea producto de los deseos de la mujer, pero se entiende que su voluntad es libre si parece que ha permitido esa interacción. Pero también abraza el imaginario de decidir sobre algo que se nos ofrece, hasta el punto de terminar atribuyendo a la mujer la responsabilidad de decidir de una forma que sea reconocible inequívocamente para el hombre.
Hagamos por último aterrizar ambos imaginarios en el plano social. ¿Cómo vivimos el consentimiento en nuestras relaciones heterosexuales? La lógica patriarcal del consentimiento, generada por estos imaginarios que nos conciben pasivamente, parece habernos llevado a la idea de que es responsabilidad nuestra (de las mujeres) manifestar claramente nuestra voluntad ante una interacción sexual, e incluso parece empujarnos a ello. Consignas como «no es no», pese a su carácter feminista y la necesidad de su mensaje, personalmente creo que se encuentran en cierto punto permeadas por esta lógica del consentimiento, donde seguimos siendo nosotras las que tenemos que hacer entender a la otra parte lo que queremos o no. Creo que nuestra sexualidad será un poco más libre cuando situemos en ellos la responsabilidad de construir junto a nosotras relaciones sexo-afectivas desde la reciprocidad. Y esto implica algo mucho más profundo que el mero reconocimiento de nuestra voluntad, implica transformar las bases desde las que nos relacionamos sexualmente.
Quizá debamos entonces buscar nuevos términos o nuevos significados para nombrar las realidades que queremos cambiar, para expresar cómo queremos vivir nuestra sexualidad. Términos y significados que se ajusten a lo que somos; no mujeres con capacidad para decidir sobre lo que nos ofrecen y para hacernos entender, sino mujeres con capacidad para construir activamente, para transformar.
Lía Guerrero
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
MACKINNON, Catharine (2016): “Rape redefined”, Harvard Law & Policy Rewiev, 10: 431-477.
1 Los imaginarios de la «resistencia», los que se sitúan en los márgenes sociales, tienen poca cabida en la RAE. Los encontramos en las paredes y pancartas, en la literatura y la teoría subversivas, en las conversaciones de barra de bar, de banco de parque o de puerta de casa.
2 Extenderme en este aspecto creo que resultaría excesivamente farragoso, pero voy a facilitarlo un poco para que podamos situarnos en el texto. A grosso modo, el Código Penal describe qué acciones constituyen un delito contra la libertad sexual (lo que las juristas llamamos tipos penales). La ausencia de consentimiento es un elemento de estos tipos penales, es necesaria para que los delitos de agresión sexual, violación y abuso sexual tengan lugar. Pero qué es o no consentimiento no es plenamente configurado por la norma penal, es algo que se va definiendo paulatinamente y de forma posterior, cuando estas normas son aplicadas. Las consideraciones del Tribunal Supremo en sus sentencias [doctrina] son las que van configurando qué se entiende por tal y qué características debe tener.